Desde que ingresé hace más de
veinte años a la UNAH el panorama siempre ha sido, para muchos estudiantes,
esperpéntico, lastimero, irresponsable, vulgar y denodadamente violento. La
administración se encarga de propiciar las crisis, la ideología que rige los
movimientos estudiantiles y sindicales, el método atroz de la barbarie frente a
cualquier forma de intelecto cultivado, interesado por consensuar o llegar a
sanos acuerdos. No es retórica, es la pura verdad. Si la Universidad no ha
colapsado ante tantas hecatombes políticas y organizacionales a lo largo de su historia, casi todas ellas
caprichosas, es porque los mismos grupos que acabo de mencionar la necesitan
para continuar su parasitismo, por mucho que intenten atemorizar a la ciudadanía con un eventual
cierre o privatización.
Si bien la rectora Julieta
Castellanos intenta hacer lo que sus antecesores nunca tuvieron el valor de
llevar a cabo de forma seria y contundente, es decir, aumentar el rigor
académico, aplicar un sistema de admisión eficiente para aprovechar al máximo
la inversión pública puesta en la Universidad, no se puede librar de las reacciones
adversar a su proceder. Sin embargo, creo, a causa del intrusivo protagonismo de
Castellanos en otros órganos del Estado, la han llevado al punto de creerse infalible
y, por ende, se toma la ligereza de implementar constantes cambios que, desde
luego, no han permitido que la prole estudiantil, a veces mediocre, acomodaticia
y perezosa, pueda adaptarse a ellos. La doña ha ido demasiado lejos en su afán
por destacar, lo que ha permitido a la progrez organizada pintarle esa cara de
dictadora con la cual nos quieren vender el melodrama de la indignación
generalizada.
A más de una década de haberme
graduado, todavía nos vienen con esa bazofia mal condimentada de que, como la
universidad es pública, todos tenemos derecho a hacer o deshacer cuanto
queramos en ella, participativamente, bajo la patraña de un espíritu
democrático con tufo a intransigencia. Con ese pedazo de falacia mal cocida que
ningún gaznate honrado puede pasar, ignoran que hasta las instituciones del
Estado, democráticas, también se rigen por un orden, sí, un orden que radica en
la institucionalidad que debe ser respetada por todos, y no caer en el arbitrio
callejero que ni siquiera sabe “democratizar” las piedras que tira al prójimo.
Si los estudiantes y docentes estarían,
en su totalidad, disconformes con las políticas de la rectora, como muchos
plantean, no habría necesidad de tomarse por la fuerza edificio alguno, pues
cualquier mandato no tendría efecto e innecesario sería cualquier llamamiento al
diálogo negociador. Pero claro, hay algunas minorías que no quieren perder sus
privilegios de clases, y son precisamente los que hablan de lucha de clases, ya
sabrá el lector a la clase de personas que me refiero. Son los de siempre, que están
en todos lados aunque sean los mismos, que defienden sus intereses haciéndolos
pasar por el de todos, creando, bajo cuestionables justificaciones, la ingobernabilidad
que padecen las instituciones del Estado.
Saludos.
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