Moisés todavía no bajaba del
monte Sinaí, después que Yahveh le confiriera los Diez Mandamientos, cuando los antiguos hebreos, el pueblo elegido, ya había
asestado la traición. Por demanda del pueblo Aarón se vio forzado a construir
el becerro de oro cuya significancia radica en exaltar lo mundano, pretendiendo
sustituir la divinidad o trascendencia. Sólo los levitas se rehusaron a
semejante desfogue. La mayoría cometió un terrible pecado contra su dios que
purgaron recorriendo un desierto lleno de peligros y calamidades.
A lo largo de la historia podemos
corroborar que este tipo de reseñas no carecen de fundamento y veracidad; todo lo
contrario, demuestran lo falaz que suele ser el “el vox populi, vox Dei”. Quienes saben
sacarle provecho a nuestro instinto de rebaño es una minoría inteligente pero
inmoral escondida tras bambalinas, ya que nos resulta más cómodo caer en el victimismo
que en la dura culpabilidad.
Queramos admitirlo o no, la clase
dirigente es un reflejo de los que somos como pueblo, como cultura. Si estamos
gobernados por gremios de corruptos, insolentes, mediocres que devoran nuestra riqueza y coartan las
libertades individuales para mejorar la eficiencia del réprobo accionar del
poder estructuralmente hablando, es decir, de El Estado como entidad alienante,
resulta muy cínico sentirse indignado después. Por muchas antorchas que alcemos
contra la misma corrupción que hemos erigido con indiferencia, oportunismo y
dejadez paternalista, es nuestra responsabilidad padecerla y un arduo trabajo
de generaciones conseguir redimirnos de ella. Pero si persistimos en mantener
esa soberbia colectiva jamás sabremos, realmente, hacia qué dirección marchamos,
porque seremos incapaces de discernir quién nos pastorea y sus verdaderas intenciones.
Esta es la auténtica negación.
Una negación favorable para los
que viven de adular al populacho por miedo
a ser despreciados, ejerciendo tan enorme como sutil influencia sobre nosotros;
me refiero a políticos arribistas, intelectuales, artistas, medios periodísticos que hacen de
las concurridas manifestaciones públicas verdaderos shows estilo primavera
árabe. Todo esto se puede sintetizar en una sola palabra: Populismo. Y como ya
sabemos, el populismo es una ideología nefasta que estanca a los pueblos en la
perpetuidad del fracaso y el sufrimiento merecido.
Bajo el sortilegio de “el
despertar del pueblo” nos ven la cara todos los días. Tanto los que poseen y los
que codician el poder (El Estado) emplean nuestra voluntad, ciega y desesperada,
para manejarnos como peones en el ajedrez político, local y mundial.
Ellos han construido para
nosotros ese becerro de oro que tanto adoramos (los hemos obligado). El esbozo de cómo queremos sentirnos: poderosos y
justicieros. Idolatría a lo mundano. Una forma de ejercer el poder sobre las
mayorías sin recurrir a la violencia.
Saludos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario